"...tengo una alfombra de jornadas y el tiempo hecho pelusa, de tanto enredarse en esa sensación pegajosa de la nada."
Comentario poemado de Noviembre 2008, escrito por J. de la Vega Z+-----[Poemas bajo tu balcón]


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Crónica Africana XIV-Parte 2

Crónica Africana XIV Sep-Dic 2004 (Dala Dala de niña buena a maluca niña) Parte 2
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Llevaba más de 15 días en Tanzania, viajando desde la isla Zanzibarí al sur del Tanganika, y en el último trayecto hacia las mismas orillas del lago, tuve que contratar mi pasaje en un coche descrito en otras ocasiones, como en aquella de Ilha de Moçambique, donde fueron desafiadas todas las leyes de lógica y carga.

Después de esperar más de cuatro horas de pie[1], a la vera del 4x4, tenía ganado el derecho de compartir el asiento delantero, el resto de los viajeros en su retraso se debían conformar con viajar encima de cajas, sacos y otros enseres, en una camioneta descubierta al calor, polvo rojo y humedad, propios de un África ecuatorial (que era donde estábamos); todavía quedaba un viaje de casi 6 horas para un recorrido de 70km[2], en el cual, nuestro conductor tenía de vez en cuando, la osadía[3] de recoger a más gente y más carga, en caminos de tierra colorada, paisajes verdes con tonos amarillos de ocre calcinado y nubes batidas.

Yo me concentraba mirando el lateral de carretera izquierdo, la niña de poco más de un año que se apoyaba sobre mi pierna derecha y el regazo de su madre (también otra niña que no superaría los dieciocho), se concentraba jugando con el balanceo armónico de los pechos de su progenitora, aquí chupo aquí golpeo con la manita y me río cuando veo que la tetita se mueve, y así por seis horitas. La madre al principio avergonzada y pronto resignada por las prácticas de su niña en presencia tan íntima de un «Muzungu» (en Swahili, extranjero blanco), prefería los mamarios juegos ingenuos de su bebe, a sentirla llorar en un viaje donde las opciones de movimiento eran tan limitadas como las quejas, y el tiempo se alargaba tan incómodamente, que permitía que el calor derritiese cualquier deseo de protesta.

La mezcla de olores agrios, sudores pegajosos y polvo mordiente en el interior del coche, solo era contrarrestado, por que la otra opción era ir, fuera y atrás, bajo piernas, sol, arena y sobre cajas, sacos o botellas gasificadas a cincuenta grados.

En el viaje, paramos seis o siete veces, con propósito de orinar en los márgenes indefinidos del exiguo camino de barro seco, dejar la carga en las aldeas del camino, o comer en un «hoteli» que es como se denominan a los «restaurantes» en Swahili, aunque ninguno de los nombres, describa ni donde se come ni donde se duerme, por ser simplemente otra cosa, en nuestra acepción del término.

Me preocupaba la pobreza[4] envuelta en suciedad, de los moradores de esta parte de África, pensando en que pudiese ser de igual modo miserable, toda la región que nos rodeaba, Zambia y Congo no distaban más de 50 kilómetros, 200km Malawi y poco más del doble Mozambique.

Me era imposible sacar la cámara y tomar fotos de los niños o adultos, el pudor era mayor que el deseo de retrato, quizás no pasen más hambre que otros africanos ya vistos en un año, pero era la suciedad en los guiñapos que vestían, la dejadez en su higiene, lo que me alarmaba.

El resto era repetición de prácticas comunes en los caminos africanos, niños que juegan con elaborados alambres o simples piedras, madres que transportan agua o leña en sus cabezas y con azadas abren grietas en huertas sin lindes, hombres tumbados o en cuclillas bajo árboles gigantes y sagrados.

En una de las mejores aldeas que paramos, donde se encontraba un «hoteli» que ofrecía comida, degustada sin prisas por el conductor y ayudante, únicos que entraron a almorzar de un vehículo con más de 25 pasajeros (sin contar pollos y cabra); se representaba una escena sacada del infierno de Dante, frente a los moradores de la aldea y los pasajeros accidentales, en la calle polvorienta, bajo un sol demoniaco, una adolescente envuelta en la más miserable suciedad andaba de persona en persona, con súplicas en una tartamudeada lengua que desconozco si era la local o palabras inconexas, también lloraba con desgarro y las lágrimas surcaban el barro de su cara, mientras se movía como una peonza a la que se le acaba el giro, caminaba, balbuceaba y tras un rato en silencio, rompía en quejidos de pena terrible que paralizaban, mientras los aldeanos la señalaban y reían, ¿quizás la tonta del pueblo? ¿Quizás la loca?, sin duda la tristeza propia y la transmitida, era tanta, que me desapareció el hambre que acumulaba desde la mañana sin desayuno, hasta las tres de la tarde que serían.

Imaginar la vida de esa muchacha me torturaba, e imaginar la desgracia de sufrir una discapacidad física o mental en el reino de las desdichas, me hacía bajar a los siniestros fondos de lo humano, pensar en la acumulación de mala suerte que acompañaba lo que estaba viendo; como era, el vivir en una de las partes más pobres del continente más pobre, sin recursos por nacimiento, adolescente sin derechos, mujer donde esa condición vale tan poco y además discapacitada ...me obligaba a preguntarme, ¿Cuánto somos capaces de soportar y hasta cuándo? ¿Hasta dónde el egoísmo nos transforma en inhumanos insensibles? ¿Para qué sirve sobrevivir en cualquier circunstancia?.

Me consolé pensando, que no lloraba por dolor o por sufrimiento, sino por locura, que a lo mejor el trato que recibía fuera de lo presenciado, era bueno por parte de su familia, si la tenía, o quizás las risas de los lugareños eran producidas, al observar nuestras caras de circunstancia frente a su vecina por la falta de costumbre, me consolaba intentando olvidar lo que había visto, mientras continuábamos el viaje y mi compañerita de pasaje jugueteaba con los pechos de su madre despreocupadamente. ¡Qué bueno sería no recordar nada Dios mío, qué bueno no saber!.
Escrito por el autor de J. de la Vega Z+---- (2004)

[1] Bien dice Cervantes en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, «los males que no tienen fuerza para acabar con la vida, no la han de tener para acabar con la paciencia»

[2] Viaja la pereza con tal lentitud que la alcanza la pobreza con gran prontitud.

[3] Al hombre osado, la fortuna le da la mano.

[4] Al pobre, el sol se le come

1 esgrimieron la palabra +-----:

Tesa Medina dijo...

Se dice, que cuando un gato callejero tiene el pelaje sucio, o está enfermo o está loco y le queda poco tiempo de vida.

Es por eso que la dejadez en la higiene me provoca también mucha inquietud, me parece la antesala donde el hombre empieza a rendirse, a resignarse.

Puedo sentir el polvo de esa tierra roja, los olores agrios, la niña jugando con los pechos de la madre-niña.

La proximidad física en ese coche abarrotado y la distancia entre el derroche de lo que nosotros tenemos y lo imprescindible de lo que ellos carecen.

Es imposible sentirse indiferente, y no sé si me atrevería tampoco a sacar mi cámara y fotografiar sus harapos.

¿Cómo medir el desgarro de la muchacha que gira, que grita, que llora, si los suyos ríen? Sólo queda el consuelo de imaginar que está ida y que la risa forma parte de la celebración de su diferencia.

Voy a hacer una pausa en el viaje, pero le advierto que llegaré hasta el final. Me siento atrapada por su relato.

Ya veo que no se limita a saltar de balcón en balcón.

Un beso cálido, señor de la Vega.